domingo, 31 de marzo de 2013

Esopo y el desinterés por ganar dinero




El genial Esopo ganó su fama por su talento y porque a los ricos les resulta  beneficioso invertir en publicitarlo.

Una fábula de Esopo (1) cuenta que un avaro canjeó todos sus bienes por monedas de oro y las guardó en un cofre que enterró en un lugar secreto.

Diariamente iba a visitar la fortuna acumulada en su vida y soñaba con hacer esto o aquello utilizando las posibilidades reales que le permitía aquel enorme capital.

Alguien que observó la conducta del avaro, esperó el momento oportuno y robó el tesoro.

Podemos imaginar el duelo del avaro cuando constató que todos sus proyectos, sueños y posibilidades habían desaparecido para siempre.

Un vecino, apenado por la congoja del avaro, le dio una solución muy inteligente, diciéndole: «Ya que ninguno de tus proyectos realistas pensabas ponerlos en práctica porque solo atinabas a soñar con ellos, pon un ladrillo en el hueco que dejó el ladrón e imagina que ese es tu cofre con oro».

Lamentablemente el avaro no se consoló mirando el ladrillo.

Comentarios:

1) Algunos se regocijan observando lo que han logrado, tanto sea la fortuna material, como la familia que los rodea, como el prestigio que han sembrado en el colectivo al que pertenecen;

2) Por el contrario, algunos se regocijan tan solo imaginando que podrían haber logrado esa misma fortuna, esa misma familia y ese mismo prestigio.

El vecino que sugirió poner un ladrillo en lugar del cofre, pertenece a este grupo de soñadores que prescinden cómodamente de la realidad material pues con imaginar les alcanza;

3) Que el personaje realista sea un antipático avaro nos permite entender que la fama de Esopo se debe a su talento y al patrocinio de los ricos que necesitan la existencia de muchos pobres, imaginativos y soñadores desinteresados en luchar por ganar dinero.

 
(Este es el Artículo Nº 1.836)

sábado, 30 de marzo de 2013

La necesidad de ser a-normales



 
Si producimos lo que producen los demás ganaremos poco dinero porque nuestra producción será demasiado abundante y barata.

Desde muy pequeños recibimos las primeras señales de que «sobre gustos no hay nada escrito», es decir, nos vamos enterando de a poco que nuestros gustos, preferencias, necesidades y deseos suelen ser diferentes a los de otras personas.

Pero esta información que recibimos no tiene la fuerza suficiente como para convencernos de que nuestras preferencias no son universales sino que son muy personales, individuales, propias. Algunos seres humanos quizá quieran lo mismo que nosotros pero la mayoría prefiere otras cosas muy variadas.

La discrepancia entre lo que nos gusta y el gusto del resto de los ejemplares de la especie, suele ser, si lo ordenamos de menor a mayor: discretamente incómoda, molesta, irritante, muy dolorosa, amenazante, terrible, insoportable, mortífera.

Efectivamente, nos cuesta mucho reconocer la falta de consenso que tienen nuestras ideas, gustos, opiniones, puntos de vista, convicciones, creencias, prejuicios.

Nos cuesta creerlo porque necesitamos sentirnos normales y para nosotros es normal, sano, aceptable, correcto, obligatorio, que todos seamos iguales, o más precisamente, que los demás sean idénticos a nosotros.

Está en la base de nuestros temores entender que lo que pensamos no está legitimado por la unanimidad de los demás seres humanos. Como además nos cuesta reconocer un eventual error de nuestra parte, entonces sentimos que los demás están equivocados y que son potenciales enemigos en tanto «tengo la certeza de cuánta agresividad siento hacia esos que son diferentes a mí».

Resulta pues que nos sentimos cómodos con nuestros iguales y amenazados por quienes piensan diferente.

En lo que refiere a cómo podemos ganarnos la vida, si hacemos lo que hacen muchos nos sentiremos normales pero nuestra producción tendrá escaso valor. Para ganar lo necesario necesitamos ser algo diferentes y a-normales.

(Este es el Artículo Nº 1.835)

viernes, 29 de marzo de 2013

Los dólares son promesas de pago



 
Al pueblo norteamericano le entregamos lo que le vendemos conformándonos con sus verdes promesas de pago: los dólares.

Imaginemos una familia de personas ricas, confiables y  muy consumidoras.

Sus numerosos integrantes tienen la particularidad de consumir muchos alimentos, ropas, calzado, vehículos, herramientas e infinidad de bienes.

Los productores y fabricantes tratan de tenerlos como clientes porque si lo logran tienen asegurada grandes ventas con ganancias que también les asegurarán una tranquilidad económica aparentemente eterna.

Estos ricos y consumidores inspirarán tanta fe en la sociedad que integran que todo lo pagan con documentos de adeudo, con instrumentos de pago diferido.

Ocurre que por la credibilidad que inspiran esos instrumentos de pago futuro, los proveedores de la familia consumidora no tienen dificultades para utilizar esos mismos papeles para pagarles a sus proveedores.

Por ejemplo, un fabricante de prendas de lana está feliz porque los «gordos ricos» le compraron todo lo que pueda producir en un año. Cuando el fabricante entregó los miles de sweaters, medias, sacos, pantalones y capas, recibió a cambio una cantidad de papeles firmados por el administrador general de la familia, con lo cual el fabricante se fue muy contento con la fortuna que acababa de cobrar aunque, repito, el dinero realmente lo cobrará cuando esos documentos de adeudo (conformes, vales, cheques) lleguen al vencimiento del plazo estipulado (a seis meses, a un año, a cinco años).

En los hechos el fabricante de prendas de lana no tendrá que esperar nada porque, dada la elevada confianza que todos le tienen a la familia híper-consumidora, otros podrán entregarle al fabricante de prendas lo que él quiera comprar con esos papeles. Por lo tanto estos papeles funcionan como dinero.

Esta en realidad es la historia de los «gordos consumidores» norteamericanos que nos pagan con sus verdes promesas de pago: los dólares.

Artículo de tema similar:

 
(Este es el Artículo Nº 1.834)

jueves, 28 de marzo de 2013

La pobreza del herrero fabricante de cuchillos




Despreciamos lo que hacemos con facilidad, desvalorizamos nuestra producción y por esto nos empobrecemos porque malvendemos nuestro talento y destreza.

En otro artículo (1) compartía con ustedes una idea que solo tiene cabida en una cabeza que admita ideas nuevas, planteos novedosos, puntos de vista no tradicionales.

A quienes no poseen esa capacidad de alojamiento cerebral se los reconoce porque no entienden y exclaman: ¡¡qué está escribiendo Mieres!!

El presente artículo va destinado a quienes pudieron admitir el artículo anterior.

En ese texto me refería a un productor agropecuario que trata de sacarse de encima la producción que no necesita ni desea poseer, aunque en cierto momento admite que sería mejor permutarla por dinero (venderla).

Ahora comentaré la misma idea pero para el sector secundario de la economía, es decir, para quienes fabrican objetos, bienes muebles e inmuebles.

En este caso imaginemos un herrero fabricante de cuchillos útiles para cortar alimentos.

Por algún motivo que ahora no conocemos este artesano fabrica más cuchillos de los que necesita para su hogar, para todos los familiares, para los amigos y hasta para los vecinos. Los cuchillos sobrantes quiere sacárselos de encima porque le molestan y por eso los lleva al mercado para que otros se los lleven, los disfruten, hagan lo que quieran con ellos.

El fabricante que hace cuchillos de más se encuentra con que ni él ni su familia valoran esa preciada herramienta pues la abundancia se caracteriza porque lo que sobra pierde tanto valor hasta que nadie los querría ni siquiera regalados.

Tendenciosamente elegí este ejemplo para poder utilizar el proverbio que dice: «En casa de herrero cuchillo de palo».

Así vemos cómo los humanos despreciamos lo que podemos realizar con facilidad pues esta condición desmerece nuestra producción y nos induce a empobrecernos porque malvendemos nuestro talento y destreza.

 
(Este es el Artículo Nº 1.833)

miércoles, 27 de marzo de 2013

El dinero funciona como un refrigerador




Como el dinero puede ser canjeado en cualquier momento por mercancías necesarias o deseadas, funciona como un conservador de alimentos.

Intentaré fundamentar, contando con su benevolencia, por qué mi afiebrado cerebro segrega una hipótesis según la cual el dinero funciona como un refrigerador que conserva los alimentos.

Las personas trabajamos en el tiempo libre, es decir, utilizamos el tiempo que no destinamos a comer, a dormir, a desplazarnos, a mirar televisión, a pasear por un parque, para que otro lo utilice de alguna manera que pactamos.

Las personas que se dedican a vender lo que producen, venden aquello que no necesitan. En otras palabras, los vendedores venden lo que les sobra y no venden lo que necesitan y que para ellos es útil.

Por lo tanto los compradores compramos sobras, restos, descartes, migajas, recortes, cenizas, lo que para el vendedor es inútil, lo que el vendedor no necesita ni desea.

Esta definición explica por qué tantos vendedores lucen apáticos, indiferentes, despreciativos, aburridos, soberbios, glaciales. Debemos comprender que, a la postre, los compradores somos simples recolectores de basura pues vamos a retirar lo que los vendedores ya no necesitan ni desean.

Esta definición también explica el fenómeno de los supermercados y de los autoservicios. Obsérvese que los aburridos vendedores, abrumados por esa mercancía que no necesitan ni desean, prefieren dejarla ahí tirada en las góndolas para que los recolectores de basura la tomemos nosotros mismos sin que ellos tengan que molestarse en entregárnosla.

Sin embargo, esos despercidios no son entregados gratuitamente pues la avidez de los compradores estimula a los vendedores para cobrarla, para canjearla por otra mercancía igualmente inútil: el dinero.

Como el dinero puede ser canjeado en cualquier momento por mercancías realmente necesarias o deseadas, funciona como un conservador de alimentos que aplaca nuestra hambre cuando efectivamente la padecemos.

(Este es el Artículo Nº 1.832)