La pobreza puede ofrecer un refugio para quienes huyen traumáticamente del éxito, el protagonismo, el estrés, los compromisos.
Alguna vez creímos ser especialmente amados, considerados, excepcionales para alguien. Por ejemplo, supusimos que nuestra madre nos quería más que a nadie, que la maestra quedaba fascinada con nuestras respuestas, que la compañera de trabajo no era simpática con todos sino que nos deseaba con pasión y mal disimulada vergüenza.
Estas creencias nos permitían poco menos que sacar del planeta a nuestro ego, volar por las galaxias y volver para retomar la mediocre rutina terrenal.
El aterrizaje se convertía en catástrofe cuando nos enteramos de la peor manera (después que todo el mundo ya lo sabía) de que fuimos un hijo más, que fuimos un alumno más y que fuimos un compañero de trabajo más. ¡Uno del montón! El rey convertido en vasallo en cuestión de minutos.
La ferocidad traumática de este desencanto pudo marcarnos con una enseñanza equivocada que no querríamos volver a repetir.
Tan solo menciono —porque viene al caso—, que nuestro cerebro opera con metonimias (1), esto es, que generaliza, que confunde al todo con la parte. Este es un «defecto de fábrica» que padecemos. Por su causa es que un accidente se convierte en traumático pues al cerebro se le ocurre concluir que siempre nos pasará lo mismo... que «si nos quemamos con leche, debemos huir de las vacas».
Pues bien, aquellos niños que alguna vez soñaron —como cualquier niño—, con maravillosas historias en las que él era protagonista, héroe, exitoso, único, exclusivo, ejemplar, modelo y luego sufrió una revelación traumática, pudo quedar predispuestos a nunca más postularse como protagonista, exitoso, ejemplar, sino que se refugió en la mediocridad, la escasa diferenciación de las mayorías, el mínimo compromiso de quienes no tienen nada que perder.
(1) Las opiniones universales son imaginarias
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10 comentarios:
Lo que ud. dice es muy cierto, y cuando te das cuenta que sólo eras alguien del montón para quienes creías ser única, te sentís completamente ridícula.
Los que no tienen nada que perder son los que a menudo ofrecen su propia vida.
Postularme como protagonista me genera pánico.
Dado que existen los fanatismos, los grandes líderes, no vemos nada extraño en pensar que podemos ser importantes aunque tan sólo sea para un reducidísimo grupo de personas. Sin embargo podemos llegar al fin de nuestra vida descubriendo que no era así, o que si bien en algún momento lo fue, ya dejó de serlo.
Las metonimias se van apoderando de nuestra vida y puede llegar el momento que nos veamos imposibilitados de cualquier tipo de movimiento. Los miedos pueden tomarnos la existencia.
Cuando pensamos "a mí esto no me va a pasar" es porque todavía seguimos en fase rey.
La mediocridad es un refugio bastante seguro, pero en él se respira aire viciado.
No pasa siempre lo mismo; a veces pasan cosas peores.
Es estrés post-traumático nos induce conductas de evitación, estado de alerta permanente, miedo, angustia.
Aunque la pérdida del egocentrismo infantil sea gradual y por eso menos traumática, no deja de tener peso para marcarnos.
Si nos quemamos con leche, tendría más sentido que huyéramos de las hervidoras; las pobres vacas no tienen nada que ver. Pero como nuestro cerébro es veloz y audaz para asociar, terminamos escapando de situaciones inofensivas.
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