miércoles, 31 de julio de 2013

El libre albedrío y «yo no fui»



 
El creyente en el libre albedrío, cuando algo le sale mal, se convierte en un injusto irresponsable diciendo: «Yo no fui».

Ser humilde es cuestión de suerte y, a su vez, para creer en la suerte hay que tener suerte.

No cualquiera tiene la suerte de creer en la suerte pues una mayoría cree que «Querer es poder» y, por lo tanto, hace esfuerzos sobrehumanos para tener tanto poder como él quiere. Desafortunadamente no siempre tiene tanto poder como quiere y, ante esta desventura, no tiene la suerte de pensar que «Querer es poder» es una frase equivocada: tiene la mala suerte de pensar que la frase está bien pero que en algo se equivocó.

Para poder creer en que no tenemos libre albedrío hay que tener suerte.

Quienes creemos en el determinismo suponemos que cada acontecimiento está provocado inexorablemente por una conjunto de factores, ajenos a nuestro control, que casualmente se juntaron para provocar mis decisiones, mis actos, mis pensamientos.

Quienes creen en el libre albedrío difícilmente puedan ser humildes porque siempre están expuestos a pensar que hacen y deshacen, que todo lo controlan, que todo lo pueden.

Claro que los seres humanos no somos tan poderosos como para soportar tanta responsabilidad. Por el contrario, si en algo nos diferenciamos del resto de los animales es en que somos bastante más vulnerables que los demás.

Quienes tengan la mala suerte de creer en el libre albedrío no tienen más remedio que enfrentarse a un protagonismo que por un lado es deliciosamente embriagador y por el otro es insoportablemente agobiante.

Ante esta pesadumbre, y porque tampoco tiene otra alternativa, el creyente en el libre albedrío, cuando ve que también debería hacerse cargo de lo que le sale mal, entonces se convierte en un injusto irresponsable. Rápidamente dice: «Yo no fui».

(Este es el Artículo Nº 1.957)

martes, 30 de julio de 2013

El cristianismo propone perder el tiempo



 
Por cómo está diseñada la doctrina cristiana confiar en Dios es no hacer casi nada.

Los cristianos tienen una forma de pensar que podría favorecer la pobreza, es decir, que podrían darle mejor salud y permanencia a ese flagelo.

Ellos piensan que la «comunión» es el comenzar a gustar una promesa de Dios y alimentar el deseo de la posesión perpetua. Es una anticipación de la vida eterna aquí en la Tierra.

Por «comunión» puede entenderse la íntima relación que experimentan los cristianos con Dios, con Cristo, con el Espíritu Santo  y con los demás creyentes.
 
Obsérvese qué extraña palabra tiene nuestro idioma: «procastinar». Con ella queremos decir «diferir, postergar, dejar para más adelante, aplazar».

Cuando usted y yo
«procastinamos» nos empobrecemos. Como vivimos en un mundo casi totalmente capitalista, el tiempo es dinero y malgastarlo «procastinando», (¡me gustó la palabrita!), incurrimos en un despilfarro irresponsable.

Claro que nadie puede culpar a un ser humano enviciado con una «procastinación» publicitada desde quienes parecen detentar la bondad, la ética, el bienpensar (si ya existe la palabra «bienestar» debería existir la palabra «bienpensar»).

Obsérvese que, según las definiciones conocidas, el vicio es lo contrario de la virtud y las iglesias cristianas dicen que ellos pregonan las virtudes aunque, sin quererlo supongo, promueven la postergación indefinida porque si creemos en la eternidad de nuestra existencia, ¿para qué vamos a apurarnos?

Nos alientan para tener esperanza, lo cual parece positivo porque eso favorecería la perseverancia, el tesón, el trabajo productivo, pero en realidad esa esperanza es tan grandiosa que también favorece la «procastinación».

Para los cristianos la esperanza es la confianza en que Dios cumplirá sus promesas y estas promesas son muy optimistas, paternalistas, estimulantes de la indolencia.

Por cómo está diseñada esta doctrina confiar en Dios es dejar casi todo en sus manos.

(Este es el Artículo Nº 1.956)

lunes, 29 de julio de 2013

Indiscreción fecal y pobreza económica



 
Quizá los adultos indiscretos con sus evacuaciones, (fecales, urinarias y flatulentas), conserven alguna ineptitud infantil para generar y administrar dinero.

Somos unos cuantos quienes creemos en el psicoanálisis como teoría que explica muy bien el psiquismo, pero son muchos más quienes opinan todo lo contrario.

Esto no es grave porque en el mundillo del psicoanálisis podemos encontrar buenos resultados terapéuticos, coherencia lógica, interesantes confirmaciones  a lo largo de un siglo.

Claro que esto mismo ocurre con casi todas las demás teorías.

La mejor defensa que puedo hacer del psicoanálisis que utilizo para mis comentarios diarios no parece muy seria, pero sin embargo es valiosa: las explicaciones psicoanalíticas son bastante divertidas, creativas, artísticas, originales.

Aquellas personas que disfrutan del arte en alguna de sus variadas expresiones casi seguramente disfruten de esta forma de entender la psiquis.

Juntando varias opiniones, se dice que el dinero está inconscientemente asociado con los excrementos fecales, con los niños, con los regalos, con la sexualidad.

Psicoanalistas y no psicoanalistas opinamos que los temas sobre el dinero generan una especie de pudor, vergüenza, inhibición. Es una mercancía de uso diario y universal pero nos resulta perturbadora.

Tengo la esperanza de que el día que este pudor deje de suceder habrá menos pobres patológicos, es decir, aquellos pobres que desearían dejar de serlo pero no pueden.

La idea que les propongo hoy es la siguiente:

Los niños son ineptos con el dinero: o lo malgastan, o no lo valoran, o lo cambian por baratijas. No logran entender el valor social (valor de mercado) que tiene.

Además del lógico subdesarrollo de su personalidad tienen que ser supervisados en sus evacuaciones, «exigen» recibir regalos y están inhibidos culturalmente para el sexo.

Quizá los adultos indiscretos con sus evacuaciones, (fecales, urinarias y flatulentas), también conserven alguna ineptitud para generar y administrar dinero.

(Este es el Artículo Nº 1.955)

domingo, 28 de julio de 2013

Deseamos la infelicidad ajena



 
Hablar de dinero nos avergüenza porque haciéndolo podríamos mostrar  una mezquindad que, de ser descubierta, dejarían de amarnos.

Nuestra mente es incapaz de abarcar grandes temas de una sola vez. Cuando hablamos de «la felicidad», por ejemplo, nos referimos a un cierto estado de bienestar que a veces sentimos y que desearíamos conservar: nos sentimos amados, tenemos energía para hacer lo que necesitamos hacer, no estamos aburridos, somos optimista, todo parece estar en su lugar.

Por lo tanto, cuando hablamos de un tema tan amplio como es «la felicidad», solo podemos pensar en algunos rasgos de ese estado de ánimo.

Si pudiéramos reunir a todos esos rasgos que caracterizan a la felicidad  constataríamos que en todos contamos con energía, con ganas, con entusiasmo.

En caso de compartir esta definición, resumimos un tema tan abarcativo a la simple condición de «tener energía, ganas, entusiasmo».

Cuando tenemos energía, ganas y entusiasmo estamos felices, cuando estamos felices tenemos energía, ganas y entusiasmo. Si tenemos unos tenemos el otro y viceversa.

Existe una fantasía universal que consiste en ser rey de un pueblo que se desviva por mantenernos contentos. La preocupación principal de esos súbditos es la de alegrarnos, cuidarnos, amarnos.

El dinero parece ser un instrumento idóneo para realizar esa fantasía. Podemos imaginarnos con tanto dinero como para comprar el trabajo de las personas que hagan falta para mantenernos felices, sanos, entusiasmados.

En este caso el dinero estaría destinado a comprar energía, ganas, entusiasmo, elementos básicos de la felicidad.

Sin embargo, algo ensombrece nuestra fantasía monárquica: con el dinero ocurre algo muy triste y es que cuando lo tiene uno los demás no lo tienen.

Todos desearíamos comprar esa vida de rey pero nos avergonzamos al reconocer que al mismo tiempo estamos deseando que los demás no la tengan, deseamos la infelicidad ajena.

(Este es el Artículo Nº 1.954)

sábado, 27 de julio de 2013

El amor sin palabras pero con regalos



 
La publicidad nos chantajea instalando la idea de que si no hacemos regalos es porque no amamos.

En otro artículo (1) acusé a las prácticas médicas de empobrecer indirectamente nuestra capacidad de comunicarnos mediante el habla.

El argumento es que los médicos casi no nos escuchan pues para ellos es más práctico ordenar una cantidad de exámenes que tratar de entender las incoherentes descripciones que solemos hacer quienes los consultamos como último recurso, porque no hay más remedio, asustados por la situación, temiendo un diagnóstico trágico, imaginando la implementación de procedimientos terapéuticos invasivos, cruentos, insoportables, temiendo un cambio de vida drástico, empobrecedor de nuestra calidad de vida, irreversible, angustiante.

No saber hablar nos empobrece notoriamente pues quedamos afuera de la sociedad, perdemos capacidad de aportar y de defender nuestras ideas, perdemos posibilidades de dialogar, negociar, reclamar, reivindicar, civilizadamente.

Hace más de tres años les comentaba en otro artículo (2) que el desarrollo de la función simbólica que nos permite hablar es imprescindible para poder convertir nuestros instintos más primitivos en otros mejor adaptados a la convivencia civilizada. Por ejemplo, en vez de dirimir nuestras diferencias de criterio por medios violentos, podemos hablar, dialogar, persuadir, o, en vez de reproducirnos sin ninguna planificación familiar podemos sublimar el instinto sexual para realizar otras formas de producción, mejor adaptadas a perfeccionar la calidad de vida propia y ajena.

En este artículo les comento otro motivo que nos debilita el desarrollo de la función simbólica y, sobre todo, del habla.

La economía de mercado nos induce sutilmente para que nuestras expresiones de afecto sean hechas sin palabras y con obsequios.

Los comerciantes invierten en publicidad que nos chantajea masivamente, instalando la idea de que si no hacemos regalos el día de la madre o del abuelo o del amigo, no demostramos quererlos.

   
(Este es el Artículo Nº 1.953)