Hablar de dinero nos avergüenza porque haciéndolo podríamos
mostrar una mezquindad que, de ser
descubierta, dejarían de amarnos.
Nuestra mente es incapaz de abarcar grandes
temas de una sola vez. Cuando hablamos de «la felicidad», por ejemplo, nos referimos a
un cierto estado de bienestar que a veces sentimos y que desearíamos conservar:
nos sentimos amados, tenemos energía para hacer lo que necesitamos hacer, no
estamos aburridos, somos optimista, todo parece estar en su lugar.
Por lo
tanto, cuando hablamos de un tema tan amplio como es «la felicidad», solo
podemos pensar en algunos rasgos de ese estado de ánimo.
Si
pudiéramos reunir a todos esos rasgos que caracterizan a la felicidad constataríamos que en todos contamos con
energía, con ganas, con entusiasmo.
En caso de
compartir esta definición, resumimos un tema tan abarcativo a la simple
condición de «tener energía, ganas, entusiasmo».
Cuando
tenemos energía, ganas y entusiasmo estamos felices, cuando estamos felices
tenemos energía, ganas y entusiasmo. Si tenemos unos tenemos el otro y
viceversa.
Existe una
fantasía universal que consiste en ser rey de un pueblo que se desviva por
mantenernos contentos. La preocupación principal de esos súbditos es la de
alegrarnos, cuidarnos, amarnos.
El dinero
parece ser un instrumento idóneo para realizar esa fantasía. Podemos
imaginarnos con tanto dinero como para comprar el trabajo de las personas que
hagan falta para mantenernos felices, sanos, entusiasmados.
En este
caso el dinero estaría destinado a comprar energía, ganas, entusiasmo,
elementos básicos de la felicidad.
Sin
embargo, algo ensombrece nuestra fantasía monárquica: con el dinero ocurre algo
muy triste y es que cuando lo tiene uno los demás no lo tienen.
Todos
desearíamos comprar esa vida de rey pero nos avergonzamos al reconocer que al
mismo tiempo estamos deseando que los demás no la tengan, deseamos la
infelicidad ajena.
(Este es el Artículo Nº 1.954)
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