domingo, 28 de julio de 2013

Deseamos la infelicidad ajena



 
Hablar de dinero nos avergüenza porque haciéndolo podríamos mostrar  una mezquindad que, de ser descubierta, dejarían de amarnos.

Nuestra mente es incapaz de abarcar grandes temas de una sola vez. Cuando hablamos de «la felicidad», por ejemplo, nos referimos a un cierto estado de bienestar que a veces sentimos y que desearíamos conservar: nos sentimos amados, tenemos energía para hacer lo que necesitamos hacer, no estamos aburridos, somos optimista, todo parece estar en su lugar.

Por lo tanto, cuando hablamos de un tema tan amplio como es «la felicidad», solo podemos pensar en algunos rasgos de ese estado de ánimo.

Si pudiéramos reunir a todos esos rasgos que caracterizan a la felicidad  constataríamos que en todos contamos con energía, con ganas, con entusiasmo.

En caso de compartir esta definición, resumimos un tema tan abarcativo a la simple condición de «tener energía, ganas, entusiasmo».

Cuando tenemos energía, ganas y entusiasmo estamos felices, cuando estamos felices tenemos energía, ganas y entusiasmo. Si tenemos unos tenemos el otro y viceversa.

Existe una fantasía universal que consiste en ser rey de un pueblo que se desviva por mantenernos contentos. La preocupación principal de esos súbditos es la de alegrarnos, cuidarnos, amarnos.

El dinero parece ser un instrumento idóneo para realizar esa fantasía. Podemos imaginarnos con tanto dinero como para comprar el trabajo de las personas que hagan falta para mantenernos felices, sanos, entusiasmados.

En este caso el dinero estaría destinado a comprar energía, ganas, entusiasmo, elementos básicos de la felicidad.

Sin embargo, algo ensombrece nuestra fantasía monárquica: con el dinero ocurre algo muy triste y es que cuando lo tiene uno los demás no lo tienen.

Todos desearíamos comprar esa vida de rey pero nos avergonzamos al reconocer que al mismo tiempo estamos deseando que los demás no la tengan, deseamos la infelicidad ajena.

(Este es el Artículo Nº 1.954)

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