Existen procedimientos psicológicos para suponer que
un acontecimiento notoriamente perjudicial, es en realidad una prueba o el
beneficio de una capacitación.
Si cualquiera de nosotros
fuera empleado de una prestigiosa compañía y fuéramos designados para hacer
algún curso que nos demande mucho estudio,
o si fuéramos designados para realizar un durísimo entrenamiento,
tendríamos suficientes motivos para pensar que los responsables de la
administración de los recursos humanos ven en nosotros a alguien con gran
potencial, con talento suficiente como para realizar gastos en capacitación que
permitan ser catalogados como inversiones.
Aunque esta buena imagen que
hemos inspirado en los directivos nos honra y nos llena de orgullo, debemos
reconocer que las exigencias de la capacitación
nos demandan un gran sacrificio.
En nuestro estado de ánimo
seguramente influirá la opinión de los testigos de esta nueva situación. Más
allá de nuestra propia evaluación, veremos con agrado que muchas personas nos
feliciten o que que algunos den muestras de envidiar nuestra suerte.
Aunque suena paradójico,
encontramos acá una cualidad de la envidia: nos sirve para saber que nuestra
situación es valiosa, deseable, honrosa. En otras palabras, la envidia ajena
nos informa que estamos teniendo suerte, cosa que no siempre somos capaces de
percibir.
Hasta acá tenemos situaciones
reales, concretas, objetivas, fáciles de entender, pero existen otras menos
reales, concretas, objetivas y fáciles de entender.
Cuando nuestra suerte cae y
empezamos a sentir malestares de diferente grado, nuestra naturaleza puede
reaccionar de dos maneras:
— Se pone en guardia e inicia
un fuerte intento de mejorar las condiciones de vida; o, por el contrario
— Comienza a suponer que esa
situación, que para casi todos es desafortunada, en realidad se trata de una
prueba, una capacitación o un entrenamiento al que es sometido porque alguien
superior, quizá Dios, lo ha elegido para otorgarle algún premio envidiable.
(Este es el
Artículo Nº 1.710)
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11 comentarios:
El placer y el dolor determinan muchas de nuestras conductas. Por lo general eludimos el dolor y buscamos el placer.
Una vez que el dolor llegó y promete quedarse por un buen tiempo, recurrimos a mecanismos mentales que nos hagan más tolerable ese dolor.
Otras veces hacemos cosas que se alinean con el fin de perpetuar ese dolor. Una posible explicación para esa conducta podría ser que ese dolor de alguna manera nos sirve, sea para pagar una culpa que se nos hace muy penosa, sea porque obtenemos beneficios secundarios a ese dolor, como ser más tenido en cuenta por los otros, por ej.
Reaccionemos como reaccionemos, lo hacemos de forma perfecta, de la única forma que podríamos hacerlo.
Las personas demasiado quejosas molestan porque uno intuye que ese que dice sufrir, en realidad, inconscientemente necesita o desea sufrir.
Enfrentar los dolores de la vida como pruebas, te mantiene entero, en actitud de lucha. Si lo encarás de esa manera no bajás los brazos.
Para aprender nos ponen pruebas, exámenes, trabajos. Hay que superar esas pruebas para salir adelante. Así está diseñado nuestro sistema educativo.
Hay formas de aprender que son menos estresantes.
Las dos formas que ud. expone, de reaccionar frente a nuestros malestares, no son opuestas ni contradictorias entre si.
Yo creo que sí pueden ser opuestas. Porque si yo supongo que el dolor es un premio que se me otorga para tener la oportunidad de demostrar mi capacidad, entonces buscaré muchos y perdurables motivos de sufrimiento; para demostrar mi valía. Mientras que quien se pone en guardia y busca mejorar sus condiciones de vida, porque ese sufrimiento le resulta de todo punto de vista intolerable, hará lo posible para calmar ese dolor.
Me pregunto si es posible sufrir cuando realmente no lo deseamos.
tu pregunta, Mª Eugenia, suena a golpe rastrero. la vida está llena de dolores que uno no busca. llena de dolores que nos han aterrorizado siempre.
Por supuesto, Francisca, eso no lo pongo en duda. Lo que quiero decir es que cuando buscamos evitar un dolor determinado, muchas veces somos eficaces.
Entiendo lo que dice Mª Eugenia. Tengo amigas que no se animan a amar por temor a la pérdida del amor.
Cuando tenía 7 u 8 años, un familiar lejano me regaló un libro de cuentos rusos. Eran una serie de historias protagonizadas por un muchacho llamado ¨Iván el simple¨. Él era el menor de 3 hermanos y su característica principal consistía en que era inocente y bien pensado. Por ese motivo sus hermanos siempre abusaban de él, de uno u otra manera, siempre lo burlaban. Se aprovechaban de su nobleza, como decía el Chapulín Colorado.
El hecho es que durante varios años; toda mi infancia y parte de mi adolescencia, cuando me iba a dormir soñaba despierta con Iván. Era mi manera de dormirme. Me dormía imaginando cosas que le sucedían a Iván. Siempre eran historias parecidas. Al muchacho, que era muy bello, (al contrario que sus hermanos, que eran feos y deformes)le hacían soportar toda clase de castigos. Siempre había un rey malvado que lo encerraba en un calabozo oscuro y húmedo. Luego lo sacaba al sol del desierto y le ordenaba arrastrar pesadísimos bloques de piedra, le pegaba latigazos en su pecho blanco, inmaculado.
A mí me daba mucho placer imaginarme esos cuentos. Veía al muchacho con el torso desnudo y cubierto de gotas de sudor. Era muy sensual. Lo golpeaban todo el tiempo. Eso lo hacía más hermoso. Su cabello rubio y sus ojos celestes se volvían más resplandecientes. En mis historias los hermanos no aparecían. Sólo estaban presentes el rey e Iván, en medio de una tierra árida, desértica. Bajo un calor insoportable.
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