jueves, 25 de octubre de 2012

El sacrificio como premio



   
Existen procedimientos psicológicos para suponer que un acontecimiento notoriamente perjudicial, es en realidad una prueba o el beneficio de una capacitación.

Si cualquiera de nosotros fuera empleado de una prestigiosa compañía y fuéramos designados para hacer algún curso que nos demande mucho estudio,  o si fuéramos designados para realizar un durísimo entrenamiento, tendríamos suficientes motivos para pensar que los responsables de la administración de los recursos humanos ven en nosotros a alguien con gran potencial, con talento suficiente como para realizar gastos en capacitación que permitan ser catalogados como inversiones.

Aunque esta buena imagen que hemos inspirado en los directivos nos honra y nos llena de orgullo, debemos reconocer que las exigencias de la capacitación  nos demandan un gran sacrificio.

En nuestro estado de ánimo seguramente influirá la opinión de los testigos de esta nueva situación. Más allá de nuestra propia evaluación, veremos con agrado que muchas personas nos feliciten o que que algunos den muestras de envidiar nuestra suerte.

Aunque suena paradójico, encontramos acá una cualidad de la envidia: nos sirve para saber que nuestra situación es valiosa, deseable, honrosa. En otras palabras, la envidia ajena nos informa que estamos teniendo suerte, cosa que no siempre somos capaces de percibir.

Hasta acá tenemos situaciones reales, concretas, objetivas, fáciles de entender, pero existen otras menos reales, concretas, objetivas y fáciles de entender.

Cuando nuestra suerte cae y empezamos a sentir malestares de diferente grado, nuestra naturaleza puede reaccionar de dos maneras:

— Se pone en guardia e inicia un fuerte intento de mejorar las condiciones de vida; o, por el contrario

— Comienza a suponer que esa situación, que para casi todos es desafortunada, en realidad se trata de una prueba, una capacitación o un entrenamiento al que es sometido porque alguien superior, quizá Dios, lo ha elegido para otorgarle algún premio envidiable.

(Este es el Artículo Nº 1.710)

11 comentarios:

Evaristo dijo...

El placer y el dolor determinan muchas de nuestras conductas. Por lo general eludimos el dolor y buscamos el placer.
Una vez que el dolor llegó y promete quedarse por un buen tiempo, recurrimos a mecanismos mentales que nos hagan más tolerable ese dolor.
Otras veces hacemos cosas que se alinean con el fin de perpetuar ese dolor. Una posible explicación para esa conducta podría ser que ese dolor de alguna manera nos sirve, sea para pagar una culpa que se nos hace muy penosa, sea porque obtenemos beneficios secundarios a ese dolor, como ser más tenido en cuenta por los otros, por ej.
Reaccionemos como reaccionemos, lo hacemos de forma perfecta, de la única forma que podríamos hacerlo.
Las personas demasiado quejosas molestan porque uno intuye que ese que dice sufrir, en realidad, inconscientemente necesita o desea sufrir.

Fabián dijo...

Enfrentar los dolores de la vida como pruebas, te mantiene entero, en actitud de lucha. Si lo encarás de esa manera no bajás los brazos.

Darío dijo...

Para aprender nos ponen pruebas, exámenes, trabajos. Hay que superar esas pruebas para salir adelante. Así está diseñado nuestro sistema educativo.

Estela dijo...

Hay formas de aprender que son menos estresantes.

Marcia dijo...

Las dos formas que ud. expone, de reaccionar frente a nuestros malestares, no son opuestas ni contradictorias entre si.

Morgana dijo...

Yo creo que sí pueden ser opuestas. Porque si yo supongo que el dolor es un premio que se me otorga para tener la oportunidad de demostrar mi capacidad, entonces buscaré muchos y perdurables motivos de sufrimiento; para demostrar mi valía. Mientras que quien se pone en guardia y busca mejorar sus condiciones de vida, porque ese sufrimiento le resulta de todo punto de vista intolerable, hará lo posible para calmar ese dolor.

Mª Eugenia dijo...

Me pregunto si es posible sufrir cuando realmente no lo deseamos.

Francisca dijo...

tu pregunta, Mª Eugenia, suena a golpe rastrero. la vida está llena de dolores que uno no busca. llena de dolores que nos han aterrorizado siempre.

Mª Eugenia dijo...

Por supuesto, Francisca, eso no lo pongo en duda. Lo que quiero decir es que cuando buscamos evitar un dolor determinado, muchas veces somos eficaces.

Lucía dijo...

Entiendo lo que dice Mª Eugenia. Tengo amigas que no se animan a amar por temor a la pérdida del amor.

Anónimo dijo...

Cuando tenía 7 u 8 años, un familiar lejano me regaló un libro de cuentos rusos. Eran una serie de historias protagonizadas por un muchacho llamado ¨Iván el simple¨. Él era el menor de 3 hermanos y su característica principal consistía en que era inocente y bien pensado. Por ese motivo sus hermanos siempre abusaban de él, de uno u otra manera, siempre lo burlaban. Se aprovechaban de su nobleza, como decía el Chapulín Colorado.
El hecho es que durante varios años; toda mi infancia y parte de mi adolescencia, cuando me iba a dormir soñaba despierta con Iván. Era mi manera de dormirme. Me dormía imaginando cosas que le sucedían a Iván. Siempre eran historias parecidas. Al muchacho, que era muy bello, (al contrario que sus hermanos, que eran feos y deformes)le hacían soportar toda clase de castigos. Siempre había un rey malvado que lo encerraba en un calabozo oscuro y húmedo. Luego lo sacaba al sol del desierto y le ordenaba arrastrar pesadísimos bloques de piedra, le pegaba latigazos en su pecho blanco, inmaculado.
A mí me daba mucho placer imaginarme esos cuentos. Veía al muchacho con el torso desnudo y cubierto de gotas de sudor. Era muy sensual. Lo golpeaban todo el tiempo. Eso lo hacía más hermoso. Su cabello rubio y sus ojos celestes se volvían más resplandecientes. En mis historias los hermanos no aparecían. Sólo estaban presentes el rey e Iván, en medio de una tierra árida, desértica. Bajo un calor insoportable.