Al idealizarnos como perfectos,
nos volvemos exigentes e intolerantes con quienes no son como imaginamos que
somos.
Así
como nos gusta ver espectáculos de circo en los que «humanos igual que
nosotros», hacen cosas que jamás podríamos siquiera intentar (contorsiones,
mantener el equilibrio a gran altura, meternos en una jaula con feroces
leones), también nos gustan otro tipo de exhibiciones portentosas (asombrosas,
maravillosas, admirables).
Los
cow-boys tienen una puntería infalible, los súper-héroes se pelean contra
pueblos enteros y salen airosos, los magos hacen desaparecer un elefante
inexplicablemente, y así, cosas por el estilo: sentimos placer asombrándonos de
otros humanos que hacen lo que nadie podría hacer excepto ellos.
Claro
que estas deliciosas sensaciones mentales generan hábito, es decir, como todo
placer recibido, procuramos que se repita infinitas veces, que nunca termine.
Es
a partir de esta expectativa que comenzamos a pretender desempeños circenses de
un empleado público, de una cajera del supermercado, de nuestra madre cuando
acaba de aprender a conducir automóviles.
Si
esperar de los demás desempeños maravillosos, es equivocado, puede ser peor.
El
placer que sentimos observando al contorsionista, al equilibrista o al domador,
ocurrió porque nos identificamos momentáneamente con el artista.
Aplaudimos
el espectáculo por habernos hecho soñar por un momento que, desde nuestro
asiento, podíamos doblar el cuerpo a pesar de nuestra notoria obesidad, o
éramos capaces de caminar por un alambre a diez metros de altura, aunque
sentimos vértigo si nos asomarnos a un balcón del primer piso, o a enfrentar
leones hambrientos siendo que cuando un perro olfatea la vereda, tenemos que
cruzar a la acera de enfrente.
El
aumento de expectativas que me produjo soñar con un cuerpo, serenidad y coraje
que no tengo, me indujo a exigir que otros estén obligados a ser como yo sigo
soñando que soy.
(Este es el
Artículo Nº 1.606)
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9 comentarios:
Tenemos una imaginación que vuela. Creerse perfecto es lo más fácil del mundo y pensar que los demás están llenos de defectos, más fácil aún.
Volvernos exigentes e intolerantes con nuestros hijos es muy común. Por un lado es correcto que nos sintamos responsables de su educación, que aspiremos a que les vaya bien en la vida, que sean felices. En ese afán, puede pasarnos que nada de lo que hagan nos parezca suficiente o bien hecho. Entonces claro, por el otro lado, a través de esa exigencia desmedida, los tornamos inseguros, les hacemos creer que no son valiosos y que nunca podrán llegar a hacernos sentir satisfechos. Ni a nosotros los padres, ni a nadie más que se le cruce por el camino.
Me conmueven especialmente, las excibiciones portentosas de las aves. Los machos hacen cualquier tipo de magia con tal de ganarse el favor de la hembra. Ella mira displicente, hasta que elige al mejor. Los demás afuera. Al menos hasta la próxima competencia.
He intentado hacer acrobacias. Muchas veces lo he logrado, y terminar en la red no me ha causado grandes desalientos. Mis compañeros acróbatas, también hacen maravillosas piruetas de enorme belleza. Cuando nos lanzamos al aire, jamás sabemos lo que va a pasar, pero seguimos subiendo al trapecio, una y otra vez.
Desde niño me identifiqué con los magos, aunque nunca logré hacer ninguna prueba con éxito. De todos modos yo sé que soy mago por vocación. Nací para ser mago. No hago desasaparecer el conejo de la galera, pero sí logro hacer aparecer escaramujos, estrellas de papel y sonrisas de azúcar.
Siempre he pensado que los demás deberían ser mejores que yo, para poder bancarme.
Tengo que asumirlo: durante muchos años creí que era la mejor en todo. Como nadie llegaba a ser tan bueno como yo, no podía tener amigos. Ellos no me merecían.
Me parece que por ahí anda alguien diciendo que no tiene el cuerpo, la serenidad ni el coraje que sueña tener. Será cierto, pero para mí que esa persona tiene un cuerpo maravilloso, una gran serenidad y un coraje poco usual.
Los otros están obligados a ser como yo: vegetarianos, pacíficos, artistas, felices, sabios. De lo contrario, a penas me de cuenta de que no lo son, quedarán afuera de mi mundo.
Así pensaba yo.
Hasta que me di cuenta que en mi propio mundo me tenían prohibida la entrada. Por eso hoy ando errante tras mi sombra. Cuando encuentre mi rincón, me sentaré allí a pensar un poco. Pediré un mapa y un refresco. Me tomaré el tiempo necesario.
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