Como Dios lo hizo todo se merece lo mejor y, por analogía, los países industrializados merecen ser ricos.
Probablemente es el instinto de conservación el que nos obliga a querernos tanto.
El narcisismo, tan injustamente criticado, es el instinto que nos induce un profundo amor por nosotros mismos e indirectamente por todo lo que imaginamos como propio («mi hijo», «mi cónyuge», «mi país»).
Para que los ciudadanos estén dispuestos a entregar sus propias vidas y la de sus hijos cuando el país los reclama para conquistar militarmente nuevos territorios o para defenderlo (al país) de quienes los invaden, la propaganda de los gobiernos ha criticado ese instinto de conservación que nos caracteriza a todos los seres vivos.
También ha sido necesario que los ciudadanos sean generosos con las arcas del estado, no solamente para solventar los mismos gastos bélicos de ataque o defensa, sino también para pagar los gastos habituales de limpieza, salud pública, conservación de construcciones transitables, proteger a los desvalidos.
Aquel instinto de conservación que se manifiesta en forma de narcisismo es causa fundamental de la resistencia a pagar, a colaborar, a donar, contribuir, ayudar. El instinto de conservación y el consiguiente narcisismo promueven el egoísmo, el individualismo, la avaricia.
Las religiones trabajan junto a los gobernantes para condenar el narcisismo. Los siete pecados capitales son: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia.
La soberbia es el principal derivado del narcisismo. Dios, porque es perfecto, es el único que puede ser soberbio. Él es el gran fabricante.
Podemos pensar que los países vendedores de «commodities» (1) vendemos lo que Dios nos regala (productos naturales) mientras que los países industrializados son como Dios porque fabrican, transforman, crean.
La religiones opinan que tanto Dios como los humanos que fabrican a la par de Él, se merecen las mayores riquezas.
(1) La inocencia de quien roba a un ladrón
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10 comentarios:
El niño ve a su padre como un dios. Él no sólo es capaz de caminar por sus propios medios, sino que también puede alzarlo, alimentarlo, darle un juguete.
Como uruguaya me ha resultado chocante escuchar hablar de España, como la madre patria. Digamos que como madre ha dejado mucho que desear, pero ese es otro asunto.
Es probable sí, que en nuestro inconsciente exista la creencia de que los países ricos son como Dios.
Ahora es bastante fácil viajar, pero hasta hace unas décadas, ir a Europa (símbolo del mundo desarrollado y culto), era una de las mejores cosas que a uno le podían pasar en la vida.
Así que bueno... los caminos del inconsciente son insospechados.
Si pensamos que los países industrializados son como dios; los países vendedores de materia prima seguiremos cómodamente sentados en el yugo.
Dios no es soberbio porque es perfecto. Eso está en la tapa de la Biblia!
Antes vendía todo lo que mi madre me regalaba.
Y si el amor a nosotros mismos no es correspondido?
Cuando me obligan a quererme es la única vez que me siento bien, cuando me obligan.
Nosotros no vendemos los commodities.
Para empezar... quiénes somos nosotros?
Vender commodities es un excelente negocio. Nadie castiga a esos señores; por el contrario, a ellos les va muy bien.
Lo que queda para la población de un país, después de la venta de commodities es casi nada... o peor que nada.
Es muy engañoso decir que hay países vendedores de commodities. Para ser un poco más realistas, deberíamos ir un poco más allá de la ficción y decir que cuando en un país, existen grandes capitales dedicados a la explotación de las materias primas, los pobladores salen jodidos. Y eso es más viejo que el agujero del mate.
Muchos sienten admiración hacia los países ricos. Se basan en la suposición de que sus ciudadanos son gente trabajadora, sacrificada, metódica. En contraposición, suponen que los habitantes de los países pobres son haraganes, quedados o simplemente están para pasarla bien. "Y claro! así no hay país que salga adelante", dicen.
Ficción, pura ficción...
"Qué he hecho yo para merecer esto!!".
Mi tía se paseaba por el patio agarrándose la cabeza y gritando como desquiciada. Seguro que se sentía muy mal. Es probable que pensara que así como las nubes traen la lluvia, las mujeres virtuosas atraen para sí, su propia felicidad.
Mi tía, y yo, y todos, tenemos un gran problema: creemos en la infalibilidad del principio de causa-efecto.
Pero no por eso vamos a dejar de buscar causas con la intención de probocar efectos. Alcanzaría que lo tomáramos con un espíritu más aventurero, no con tanto dramatismo. El drama viene solo, no necesita que lo llamemos.
Los pueblos fantasmas, del lejano oeste, se parecen a mi marido.
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