El animal humano es instintivamente territorial pero culturalmente respetuoso del visitante.
En otra palabras, las normas de convivencia nos obligan a ser hospitalarios, a ofrecer nuestra casa al viajero, a darle albergue a quien lo precisa, pero instintivamente no queremos hacerlo.
Los hoteles son expertos en esta transgresión del afán territorialista. Ellos hacen todo lo contrario a lo que haríamos si nos dejáramos llevar por nuestros impulsos más primarios.
En los juegos competitivos ocurre todo lo contrario a lo que hacen los hoteles.
Cuando un equipo juega en su territorio, tiene la invalorable ventaja de contar con el aliento de su hinchada, la que simultáneamente mostrará toda la hostilidad posible hacia los visitantes.
A veces llegamos a un grupo de trabajo, a un club, a una familia y ahí se produce un fenómeno ambivalente: por un lado el instinto presionará a los «locatarios» para que sometan al recién llegado y por otro lado la cultura los presionará para que seas hospitalarios, atentos, amables.
El ingreso a un nuevo «territorio» puede ser transitorio y permanente.
Si es transitorio (una fiesta, una visita, una excursión), la situación no merece comentarios.
Si es permanente, es bueno saber que la referida ambivalencia (sentimientos opuestos del tipo sometimiento-hospitalidad), estará disimulada con halagos, ofrecimientos, promesas, chistes.
El visitante que llega para quedarse sabe que:
1) tendrá que ganarse el lugar que viene a ocupar («pagar el derecho de piso»);
2) que la hostilidad de los locatarios irá descendiendo a medida que él logre mostrarse como «uno más» del grupo; y
3) que mostrarse sumiso ante la cultura que lo recibe es un método casi infalible para ser aceptado en el menor tiempo posible.
En suma: cuando el instinto y la cultura están en conflicto, no hay más remedio que ser hipócrita.
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11 comentarios:
En mi juventud estuve a punto de anotarme en una beca de intercambio para aprender inglés en EEUU. Siempre lamenté que finalmente ese deseo no se concretara.
En cuanto a ser recibido durante un año en una casa de personas desconocidas, inscripa en una cultura desconocida, yo tenía confianza de que me iba a ir bien, porque pensaba ganarme a los dueños de casa. En ese caso , ud tiene razón, tendría que haber puesto un poco de hipocresía en juego.
Cuando le decimos a un amigo o conocido que se sienta en su casa, intentamos ser buenos anfitriones. De todos modos el amigo, si sabe ubicarse en la situación, nunca toma literalmente esas palabras y nosotros apostamos a que no lo haga.
Eso de dar albergue a quien lo precisa, me parece que ni siquiera la mayoría de las iglesias lo hacen.
La transgresión del afán territorialista de los hoteles, la pagamos los huéspedes, dentro del paquete de servicios prestados.
Aún el ingreso transitorio a un nuevo territorio, puede traer en algunos casos terribles problemas, como la xenofobia.
El dinero puede llevarnos a transgredir nuestros impulsos instintivos.
Hay una vieja regla de urbanidad que impide discutir ardorosamente en casa ajena.
Perder en casa es más humillante, para el deportista, que perder en territorio extranjero. La hinchada local alienta, pero también ejerce una presión que puede resultar contraproducente.
Cuando te reciben en un pueblo extranjero, una de las primeras pruebas de fuego a la que nos someten los locatarios, es a probar sus platos típicos. (Todavía recuerdo con ardor mi estadía en México)
En Haití pagué el derecho de piso, aunque finalmente no sirvió de nada.
Los niños expresan su instinto sin miramientos. Recuerdo que cuando ingresé a un club deportivo, mis compañeras se esforzaron por dejar en claro que yo era la nueva y que no iba a ser aceptada así como así.
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