La metonimia es un funcionamiento mental que nos
amplía los conocimientos, pero que también nos induce a generalizar
erróneamente.
Quienes me conocen están de
acuerdo en que tengo varias obsesiones que me mantienen alejado de algunas
ideas tan perturbadoras que prefiero
desconocerlas distrayéndome con estas obsesiones.
En este sentido soy normal:
todos los obsesivos se abrazan a ideas fijas para concentrar la atención y no
percibir cosas desagradables.
Una de mis obsesiones refiere
a la metonimia. Este fenómeno lingüístico y mental consiste en designar a un
objeto mencionando alguna de sus características, o a la causa o al autor.
Ejemplos: «Fulano, ya peina
canas». Es una manera de decir que Fulano entró en la vejez, pero mencionando
tal solo una característica de su cabello; «Fulana se vio afectada por un
exceso de sol», en vez de decir que se vio afectada por el exceso de radiación
solar; «Mengano compró un Picasso», en vez de decir que compró un cuatro
pintado por dicho artista.
Esta forma de funcionar de
nuestro cerebro quizá sea valiosa porque nos permite ampliar nuestros
conocimientos a partir de experiencias singulares. Por ejemplo, si tropezamos
con una piedra, por metonimia pensamos que todas las piedras podrían hacernos
caer y de esa manera el aprendizaje mediante las experiencias se ve potenciado.
¿Cuándo la metonimia puede
convertirse en un funcionamiento contraproducente? Cuando, por falta de
conocimientos, generalizamos indiscriminadamente. Por ejemplo: no todas las
piedras serán causa de nuestra caída sino aquellas que estén en nuestro camino,
que además no hayamos visto y que sobresalgan lo suficiente.
Durante nuestra niñez y
adolescencia recibimos mucha información generadora de metonimias porque
carecemos de conocimientos suficientes: si nuestro padre nos rezonga, pensamos
que dejó de querernos para siempre; si una chica nos rechaza, nunca tendremos
hijos; si somos pobres, siempre lo seremos.
(Este es el Artículo Nº 2.090)
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