Nuestros proveedores no se conforman con ganar lo
mínimo imprescindible sino que intentarán cobrarnos lo máximo que estemos
dispuestos a pagarles.
Compro la mayoría de los
alimentos en un pequeño comercio de mi barrio. No es que tengan mejores ofertas
que los grandes supermercados, pero me ofrecen un trato especial: conocen mi
nombre, algunas de mis obsesiones y manías, algunas de mis predilecciones y me
han dejado saber qué les molesta de algunos clientes.
Según parece, algunos no
cuidan su crédito y pagan las deudas con abusiva irregularidad. Más
exactamente, algunos han abandonado su condición de clientes dejando una
abultada deuda impaga.
Cuando el comerciante empezó a
contarme este detalle de su vida algo me puso en estado de alerta.
Como suele ocurrirles a
quienes se entusiasman contando una historia, dejó de prestarle atención a mis
reacciones como interlocutor.
Estoy seguro que mi cara tiene
que haber cambiado de expresión y hasta de color: o me puse pálido o enrojecí.
Pero el señor continuó contándome que Fulano dejó una deuda impaga de tanto,
que Fulana dejó una deuda impaga de tanto, y así con varias personas del
barrio.
Cuando mi incomodidad por el
tema subió demasiado tuve que interrumpirlo para decirle: «Tú y yo sabemos que
esas deudas impagas terminamos pagándolas quienes compramos todos los días
pagando con dinero efectivo. Para resarcirte es casi seguro que estás
aumentando los precios de la mercadería que los buenos pagadores te compramos».
El hombre reaccionó como electrocutado, pero su nobleza o vergüenza lo
obligó a reconocer que, efectivamente, le estaba confesando a una víctima (a
mí) cómo él tenía que sacrificarlo cobrándole un poquito más para recuperar lo
que otros no pagaron.
Contándole esto mismo a una
sobrina, me dijo: «Los comerciantes siempre te cobrarán lo máximo que tú puedas pagarles».
(Este es el Artículo Nº 2.095)
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