Cuando negamos sentir
miedo su intensidad se duplica pues el instinto de conservación no puede
privarse de él.
La negación es un mecanismo de
defensa con el cual logramos imponerle a nuestra percepción una orden contraria
a la que está ejecutando. Decimos «Esto no me está pasando a mí»; «Pensé que
iba a perder mucho más»; «Querer es poder»; cuando la indignación ante una injusticia
nos sobrepasa, quizá digamos «Algo habrá hecho» (el injustamente
acusado).
La negación es un poderoso estímulo para ignorar pues de esta forma
podemos negar hechos, opiniones, certezas, contrarios a nuestro deseo.
Por el contrario, contar con una amplia información equivale a tener una
caja con herramientas adecuadas para resolver muchos problemas, defectos,
roturas.
Desde mi punto de vista es una «herramienta» especialmente útil conocer,
saber, estar enterados, de que los seres humanos tenemos miedos.
Padecemos miedos realistas cuando percibimos una caída persistente de la
aeronave que nos transporta y padecemos miedos imaginarios cuando suponemos que
algo es peligroso pero no tenemos pruebas de ellos.
El miedo es una sensación que la naturaleza nos instaló para
complementar el instinto de conservación. Las personas que tienen debilitada
esa reacción defensiva está expuestas a padecer accidentes lamentables.
Parece un error grave negar las sensaciones de miedo y sin embargo
nuestra cultura nos induce a que nos avergüence sentirlo.
Todo indicaría que reconocer, aceptar, asumir, que el miedo es un
sentimiento propio de una persona mentalmente sana nos permite convivir con él.
Por el contrario cuando tenemos la mala idea de negarlo (porque la sociedad se
burla de nuestra «cobardía», por ejemplo), la intensidad del miedo se duplica
pues el instinto de conservación nos advierte que «estamos jugando sin golero»,
es decir que corresponderá aumentar la intensidad del miedo para que igual
funcione a pesar de negarlo.
(Este es el Artículo Nº 1.851)
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