Una idea merece ser llevada a la práctica cuando el
entusiasmo de sus patrocinadores no disminuye con solo hablar de ella.
Cuando un grupo de personas
lideradas por un jefe discute sobre la posibilidad de realizar una innovación,
los ánimos suelen caldearse porque se enfrentan los que están enamorados de ese
futuro mejor y quienes temen a los cambios..., al menos a los cambios
propuestos por otros.
Cuando el debate sobre la
aceptación o no de ese planteo transformador se empantana, porque las pujas
para un lado y para otro se neutralizan mutuamente, alguien suele proponer la
constitución de una comisión que se encargue de estudiar el tema con más
tiempo, recabando mayor cantidad de información, consultando a los afectados.
Si el debate no desplaza la
densidad de la discusión hacia ver si se adopta o no la formación de una
comisión, es probable que esta quede integrada por quienes defendían la
propuesta y por quienes se oponían.
Quienes se sentían fracasados
por la falta de aprobación inmediata de su propuesta, se alegrarán de que al
menos no se fueron con un «no» rotundo, como temían; quienes tenían
moderadas esperanzas de que el proyecto fuera respaldado por el líder, se
sentirán desilusionados y pensarán que la comisión se formó porque es sabido
que estos órganos nunca llegan a ninguna conclusión y que fueron inventadas
para matar lentamente cualquier idea que se someta a su estudio.
Sin dejar de reconocer que algunos seres humanos podrían ser tan
corruptos como para formar una comisión de análisis y proyecto sólo para
favorecer intereses corporativos, individuales, mezquinos, también es cierto
que necesitamos formas de controlar el entusiasmo, el apresuramiento, la
compulsión a imponer nuestros criterios.
Si una idea sobrevive al estudio de una comisión demuestra su valor y
cuánto se merece ser adoptada.
(Este es el Artículo Nº 1.857)
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