Rechazamos las matemáticas porque estas imponen conductas
demasiado realistas y a nosotros nos gusta más dejarnos llevar por el placer.
Para cada uno de nosotros el
dinero vale exactamente el esfuerzo que hicimos para ganarlo.
Si nuestro hijo nos pide
alguna colaboración en sus gastos del fin de semana, probablemente se entable
una especie de regateo en el que él hará hincapié en cuánto cuestan los tickets
para acceder a cada lugar de diversión, los pasajes para los traslados, la
comida, las invitaciones, los imprevistos, mientras que los contribuyentes haremos hincapié en cuántas
horas y esfuerzo nos costó ganar cada uno de esos trocitos de papel que él nos
pide con irritante desaprensión.
Sin embargo, el valor de
ciertas cosas provoca en sus compradores una amnesia insólita, pues al pagarlas
no podemos recordar con realismo cuántas horas y esfuerzo hicimos para llegar a
reunir esa cantidad.
Se observa este fenómeno con
particular frecuencia en las grandes compras que hace la familia: vivienda,
automóvil, viajes.
Efectivamente, casi todos
sabemos hacer una valoración objetiva y emocional del valor del dinero cuando
nos abocamos a realizar las compras cotidianas: alimentos, combustibles,
enseñanza, pero para las grandes compras, para aquellas que tenemos que ahorrar
durante años o que nos comprometemos a pagar durante mucho tiempo, ahí perdemos
la noción de cuánto nos cuesta ganar lo que ganamos.
Es frecuente, por ejemplo, que el comprador
decida una inversión si puede pagar una cierta cuota, pero desestima calcular
cuántas deberán ser, y quizá le dé lo mismo pagar 20 cuotas que 24.
Propongo pensar que la humanidad que nos
incluye rechaza las matemáticas porque estas imponen conductas demasiado
realistas y a nosotros nos gusta más disfrutar, soñar, dejarnos llevar por la
encantadora sonrisa del vendedor o «¡la cara que pondrá mamá cuando vea qué le compré!».
(Este es el Artículo Nº 1.978)
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