Para no sufrir muchos dejan de identificarse con los humanos
y dan a sus mascotas vida de ricos.
Mis prejuicios se oponen a que piense libremente.
Me consuelo pensando que esto le pasa a todos.
El prejuicio que más enérgicamente se me opone
es el que refiere a que no debería haber personas que pasen mal porque otros
poseen más riquezas de las que necesitan para pasar bien.
Aunque
no me molestan ni los ricos ni los muy ricos me parece que el mundo
sería mejor si no hubiera personas extremadamente carenciadas.
Mi prejuicio, grande, fornido, que podría ser
un eficiente guardaespaldas de alguno de
esos supermillonarios que no me molestan, quiere que yo siga pensando que esas
abismales diferencias en la distribución de las riquezas del planeta son
injustas y que además deben molestarme. Mi temible y hercúleo prejuicio me
obliga a sentirme mal porque muchos seres humanos tienen carencias materiales
con las que yo sufriría.
Aunque sé que el prejuicio es más grande que
yo sigo rumiando mi rebeldía y me resisto a ceder ante su obstinación.
Seguramente otras personas también han tenido
que encontrar alguna solución a esta molestia.
Una solución eficiente consiste en ignorar,
desinformarse, no enterarse de que otros semejantes apenas tienen para comer,
que no tienen para abrigarse, que viven en lugares inhóspitos.
Otra solución es dedicar horas del día a
colaborar con los pobres, tratando de darles algo de todo lo que les falta.
Pero la causa del prejuicio está en mi
necesidad de amor y para sentirme menos mal debo trabajar sobre la causa y no
sobre los síntomas.
Porque necesito ser amado me identifico con
seres humanos: por eso sufro cuando otros sufren.
Para no sufrir muchos dejan de identificarse
con los humanos y dan a sus mascotas vida
de ricos.
(Este es el Artículo Nº 1.959)
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