Las prestaciones de un control remoto pueden desarrollar, en algunos usuarios, sentimientos de omnipotencia al percibirse con poderes «mágicos».
Es probable que, desde hace,
por lo menos, un par de décadas, tenemos más motivos para ser engreídos, petulantes,
vanidosos, presumidos y demás calificativos por el estilo.
A mí me parece, (y se lo
planteo por si usted tiene algo para agregar), que el control remoto de la
televisión equivalió, para muchos de nosotros, a un ascenso en la escala
zoológica o en la categoría humana.
Podría pensarse que, sin
darnos cuenta, ese poder de cambiar de un programa a otro, sin movernos del
sillón, equivale al poder imperial que tenían los césares para decidir la vida
o la muerte de alguien, tan solo moviendo su dedo pulgar hacia arriba o hacia
abajo.
Observemos con qué fastidio y
desprecio, cualquiera de nosotros, puede quitar de la pantalla al más
encumbrado artista, gobernante o deportista.
Tengamos en cuenta que todos
los adultos venimos de una infancia en la que es natural poseer rasgos
narcisistas, de omnipotencia, de egoísmo.
Es tan difícil madurar
emocionalmente porque el narcisismo infantil es muy resistente a la educación.
Esta predisposición a seguir
siendo infantiles, omnipotentes, amantes del poder, se ve reforzada por el
sencillo uso del control remoto, para el televisor, para abrir puertas, para
activar una alarma, un sistema de aire acondicionado, accionar juegos.
Es fácil tener la sensación de
que tenemos poderes mentales de telequinesia (desplazamiento
de objetos sin intervención de una fuerza o energía observables).
Estoy sugiriendo que el
popular control remoto puede generarnos la creencia en que tenemos poderes
sobrenaturales.
Este fenómeno puede ser
suficiente para que algunas personas tengan una enérgica resistencia a realizar
tareas para otras personas, a emplearse, a vender servicios, a obedecer órdenes
de jefes o de maestros.
(Este es el Artículo Nº 2.032)
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