Por algún motivo los
humanos sufrimos cuando otros viven con menos recursos que nosotros y buscamos
la manera de aliviarnos.
Imaginemos a una familia que vive tranquila en su casa, hasta que, una
mañana de primavera, llegan dos muchachas, golpean las manos, un perro ladra,
el hijo más chico se escapa y sale a curiosear, ellas se miran y le sonríen con
ternura.
Casi enseguida sale una señora joven, secándose las manos con el
delantal y les dice:
— ¿Siiii?—, queriendo decirles algo así como «Buenos días, ¿qué desean?»
Las muchachas, que no tienen tanto caudal de
voz como para superar los ladridos de los perros que se solidarizaron al
primero, tratan de que la señora se acerque. Como el terreno tiene un declive
pronunciado, la señora trepa por un sendero que alguien rellenó con piedras
tratando de poner la cara plana hacia arriba y cuando queda detrás de un portón
con tejido de alambre, vuelve a preguntarles:
— ¿Siiii?
Las muchachas, con el mismo volumen que
utilizan en sus oficinas, le dicen a la señora que vienen del Ministerio de
Ayuda Social para hacerle unas preguntas.
A la señora no le gusta que le hagan
preguntas, pero quizá porque no le gusta es que toda su vida ha estado
respondiéndolas.
A esa hora de la mañana no tiene la casa tan ordenada como cuando los
parientes o vecinos le prometen una visita, así que su incomodidad aumenta.
Quizá por eso tantas veces la han estado incomodando.
Cuando la dueña de casa responde el cuestionario, las muchachas le
informan que el Estado les va a hacer unos cuantos regalos mensuales.
En la noche, cuando el matrimonio habla sobre el asunto, el padre de
familia piensa y dice:
— Nosotros no le debemos nada a nadie pero parece que el Estado nos
debe.
(Este es el Artículo Nº 2.006)
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