El enamoramiento expande
la omnipotencia de los afectados. Creen que todo es posible. La realidad
termina educándolos.
— ¿Qué ocurre contigo, muchacho?—, dice el suegro, entre severo,
divertido y burlón.
Luego de un silencio realmente vacío, porque el muchacho no logra
pensar en nada, el hombre continúa:
— ¿Qué ocurre contigo, muchacho?, ¿por qué no ganas lo que tienes que
ganar? ¿Acaso no tienes ganas de tener una familia?—, y el muchacho continuó
con la mente en blanco, volviendo a coser,
con la yema de los dedos, el contorno de la gorra, solo para denotar que seguía
vivo, aunque con poca voluntad para soportar estos comentarios del suegro.
El padre de la jovencita conoce las dos campanas: ve a este joven,
incapaz de ganar más dinero, de explicar qué le ocurre, de defenderse, de
acusar aunque sea injustamente a alguien y oye las quejas de su hija,
fundamentalmente referidas a las aspiraciones mediocres de su querido esposo.
A mí me toca el cuarto lugar, el que conoce las opiniones de los otros
tres. Pienso y comparto con ustedes:
La joven se crió en una casa donde jamás se habló de dinero porque
nunca hizo falta. Tampoco hablaban del aire, ni del agua, ni de la cantidad de
espacio para vivir. Todo eso, y mucho más, era abundante, más que suficiente.
El joven se crió en una casa donde siempre se habló de dinero, del agua
potable, de la falta de espacio.
En lo único que coincidieron estos jóvenes fue en que a ninguno de los
dos les faltó aire para respirar.
Según mis creencias, el instinto femenino hizo que estos jóvenes se
unieran, desconociendo que eran socialmente diferentes. El enamoramiento los
enfermó de voluntarismo y luego la realidad se encargó de exigirles más respeto
por los rasgos que los diferencian.
(Este es el Artículo Nº 2.007)
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