Tememos
asociarnos y somos desconfiados en general, por temor a que los demás tengan
intenciones tan depredadoras como nosotros.
La propiedad privada es un instinto tan importante como el de
conservación y el gregario.
Defendemos nuestro territorio, nuestra vida y la vida de nuestros seres
queridos; tratamos de ser queridos por el colectivo que integramos, queremos
pertenecer, necesitamos muestras de que los otros nos tienen en cuenta como
integrantes.
Sin embargo, al intentar comprendernos como si fuéramos coherentes y
racionales, terminamos pensando que, así como queremos conservar nuestras
pertenencias nos resulta fácil entender que los demás también quieren conservar
sus posesiones.
Esto no es así: sabemos claramente qué nos pertenece pero la propiedad
ajena es una asignatura pendiente, apenas tenemos vagas nociones, podríamos
llegar a decir que entendemos que los otros también quieren conservar sus
posesiones, pero esa comprensión no cala hondo en nuestro pensamiento: apenas
está pegado a nuestra piel, con grandes posibilidades de que se despegue con la
más suave brisa.
Sin mucho esfuerzo podemos darnos cuenta cuántas ganas tenemos de
depredar al otro, quizá pensando que esas cosas que posee son nuestra, pues
tenemos claro «nuestra propiedad privada» pero no la
ajena. Por lo tanto, en este estado de cosas, es fácil que supongamos que los
demás no tienen tanto derecho a conservar lo que tienen y que, más lógico sería
que lo tuviéramos, disfrutáramos o, al menos, administráramos nosotros.
Estos sentimientos suelen hacer un cierto
ruido en nuestra cabeza y con esto nos alcanza para sentir que los demás
también podrían tener esos malos pensamientos.
De estas meditaciones surge nuestra desconfianza,
que nos lleva a inhibirnos para asociarnos, o que nos mantiene en estado de
crispada suspicacia cuando no tenemos más remedio que confiar en otros que,
quizá, tengan tan malas intenciones como nosotros.
(Este es el Artículo Nº 1.997)
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