Los padres tenemos dificultades para educar a los
adolescentes porque los queremos demasiado como para aplicarles los
procedimientos supuestamente efectivos.
Los adolescentes son todos
vagos y eso forma parte de esa etapa vital. No quieren hacer esfuerzos
distintos a los que producen placer corporal (deporte, dormir, fornicar) y
distintos a los que les generan prestigio entre los otros adolescentes.
A partir de la primera
menstruación y de la primera polución nocturna, la naturaleza les envía la
orden de reproducirse y acomoda sus vulnerables cerebritos para que sólo piensen
en cumplir a la única que manda acá: la Naturaleza. «¡Hazle caso a tu
madre!» es la gran consigna que guía sus acciones, y la madre-madre, la número
uno, es la Naturaleza.
Observemos cómo, estos graciosos y maleducados angelitos, son en
realidad ejemplos de disciplina. Lo que nos incomoda es que ellos se reportan a
quien realmente da las órdenes y no a los patéticos mandos medios (los padres).
No estoy diciendo todo esto
con ironía, ni con doble intención, ni metafóricamente: Son los instintos los que
gobiernan nuestras vidas, pero, como somos arrogantes para poder compensar la
baja autoestima, insistimos con que los seres humanos hacemos y deshacemos lo
que queremos.
En los ámbitos donde se
acostumbra destruir la moral de los rebeldes (ejército, cárcel, dictaduras), el
procedimiento consiste en humillar, humillar y humillar a los revolucionarios y
subversivos. Se los considera aptos para la convivencia cuando los reclusos o
conscriptos se ponen de rodillas ante una simple mirada del superior.
Aplicando esta filosofía es
que intentamos instruir a nuestros jóvenes para que se conviertan en adultos
trabajadores y capaces de tener hijos a los que puedan educar con este mismo
procedimiento.
Paradójicamente, los
progenitores tenemos dificultades para provocar estos logros en nuestros hijos
adolescentes porque deseamos lo mejor para ellos.
(Este es el Artículo Nº 1.990)
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