Para que nuestra psiquis no tenga espacio para sus
grandes temores (homosexualidad, delinquir, suicidarse), suele llenarse de
rezos y fantasías.
Un ser humano puede creer en
Dios porque su imaginación se lo permite y su temor a sufrir lo obliga.
Según las Sagradas Escrituras,
un ser mágico, poseedor de todas las virtudes que desearíamos tener, un súper
héroe, al estilo de Batman o El Hombre Araña, fue tan poderoso que tan solo
diciendo «¡Hágase la luz!», la luz se hizo.
Los ilusionistas más famosos, (Harry Houdini, David Copperfield, David
Blaine), imitan aquellos milagros exhibiendo fenómenos que, por lo
inexplicables, podrían ser milagrosos.
Generalmente, los ilusionistas hacen coincidir la ocurrencia de lo
inexplicable, con una orden verbal, similar a la que el Antiguo Testamento le
atribuye a ese ser superior, hacedor de todo lo que hoy conocemos.
Propongo pensar que la reacción clásica de «matar al mensajero» tiene
estrecha vinculación con esta creencia en que una cierta voz de mando es capaz
de generar acontecimientos ilógicos.
En general, casi nadie quiere ser el portavoz de malas noticias. La
mayoría procura ser el primero en pregonar las buenas noticias.
En ambos casos, el afán por anunciar, informar a otros, está en el
núcleo de la vocación de los periodistas.
Tanto sea para «matar al mensajero» como para «premiar al mensajero»,
nuestra psiquis cae infinitas veces en la delirante suposición de que alguien
provoca un fenómeno tan solo dando una orden verbal, por la fuerza propia del
discurso, del enunciado.
Quienes están convencidos de la fuerza ilimitada de la palabra, tanto
pronuncian maleficios como plegarias, tanto condenan como imploran, tanto se
vengan como suplican conseguir un trabajo, un amor, salud.
Llenar la mente de palabras, rezos, maldiciones, impide pensar; funciona
como las ideas fijas, como las obsesiones, que achican la capacidad de pensar
(1).
(Este es el Artículo Nº 1.991)
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