Las prohibiciones estimulan la transgresión y lo
autorizado se torna indiferente, pero transgreden solo quienes tienen un deseo
abundante, caudaloso.
Cuando la madre, o quien haga
las veces, higieniza al pequeño también acaricia su piel y al hacerlo, la
estimula, la erotiza, la libidiniza, la convierte en zona erógena, es decir,
zona del cuerpo especialmente apta para estimular el deseo e intercambios
sexuales.
Por lo tanto, en esas primeras
experiencias en el mundo exterior, fuera del útero, continúa la gestación.
Quien posea un cuerpo apto para
el amor tiene más posibilidades de llevar una vida satisfactoria que otros. La
falta de sensibilidad epidérmica es determinante de la apatía, el desinterés
por los demás, por la sexualidad.
La sexualidad es la función más
importante porque de ella depende la disposición para cuidarse, alimentarse y
reproducirse.
Nuestras culturas hacen un
tratamiento curioso de una función tan importante para la vida individual y de
la especie: la reprime, le agrega prohibiciones, tabúes, misterios, amenazas.
Algo que podría explicar esto
es la siguiente hipótesis que les propongo en este artículo:
Cuando las empresas dedicadas a
la generación de energía eléctrica deciden construir una represa (1) para
acumular el agua de un río, no la construyen en cualquier lugar: eligen
aquellos cursos de agua que aseguren un caudal abundante y permanente.
Una represa es un muro que
interrumpe artificialmente un curso de agua para aumentar la energía que mueva
las turbinas generadoras de electricidad. Un pequeño caudal ni las movería.
Mi hipótesis es que las
culturas reprimen la sexualidad precisamente para aumentar su energía, para que
los humanos se reproduzcan más, se cuiden mejor.
Esto también explica por qué
todo lo prohibido es más tentador. Las prohibiciones estimulan la transgresión
y lo autorizado se torna indiferente.
Eso sí, transgreden solo
quienes tienen un deseo abundante, caudaloso.
(Este es el Artículo Nº 1.895)
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