Comparto algunas hipótesis de por qué algunos se
lamentan, para que otros los aconsejen, inmediatamente descalificarlos y
sentirse triunfadores.
Es frecuente observar a
nuestros conocidos, cuando dicen que tendrían ganas de esto o de lo otro,
enfrentarse a los consejeros diciendo que, si no hacen algo para evitar aquello
de lo que se están quejando, es porque
no tienen dinero, o no tienen tiempo, o padecen alguna causa de salud, propia o
ajena, que les impide resolver los problemas que los apesadumbran.
Por ejemplo:
— Debería haber estudiado para
abogado, que es lo que siempre me gustó—, se lamenta uno, a lo que el
interlocutor le responde:
— ¡¿Cómo?!, si apenas tienes
30 años, ¡estás a tiempo!—, en un tono de voz que habla de su convicción
incuestionable. Entonces el quejoso zafa de la solución obvia, replicando:
— Tengo que cuidar a mi madre
anciana; o: en casa somos muchos y el dinero no alcanza; o: trabajo 8 horas
diarias, más dos horas de viaje para ir y venir..., imposible, el día tiene 24
horas. No tengo tiempo.
Todo es muy razonable, pero
acá ocurren algunas cosas que pueden ser dignas de mención:
1) El lamento excita, irrita,
moviliza al interlocutor. Lo angustia. Le produce una necesidad impostergable
de ayudar al quejoso. Si no lo hiciera se autoincriminaría por omisión de asistencia;
2) El quejoso no quiere estudiar abogacía, simplemente está
soñando con otra realidad, así como en un día de calor alguien puede soñar con
una cerveza helada;
3) Seguramente, quien aconseja cree que «querer es poder» y
no puede evitar aplicar esta fórmula mágica en toda ocasión, sobre todo para
poder seguir creyendo en ella, a pesar de que, en los hechos, nunca le dio
resultado;
4) Al descalificar fácilmente las recomendaciones del consejero,
el quejoso disfruta sintiéndose triunfador.
(Este es el Artículo Nº 1.993)
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1 comentario:
Muy bueno su artículo, muchas gracias por su gran trabajo en este blog! Teresa
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